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sábado, 30 de abril de 2011

LAS GUERRERAS DEL SARI ROSA

Las guerreras del sari rosa
Sampat Pal es una leyenda viva. Activista y feminista, antiviolenta pero no sumisa. Hace tres años fundó su propio ejército en una de las zonas más deprimidas de India. Casi cien mil mujeres batallan hoy contra la corrupción política, los abusos de poder y la violencia de género. ‘El País Semanal’ viaja a Uttar Pradesh para conocer su lucha.Andaos con ojo, maridos violentos, policías untados, políticos corruptos, burócratas indolentes… Ahí fuera hay una mujer dispuesta a no dejaros pasar ni una más. Se llama Sampat Pal. No está sola. Tiene detrás a otras 100.000 como ella. Lucharán juntas hasta donde haga falta contra la injusticia en India. Son las guerreras del ejército de los saris rosas.
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Andaos con ojo, maridos violentos, policías untados, políticos corruptos, burócratas    indolentes… Ahí fuera hay una mujer dispuesta a no dejaros pasar ni una más. Se llama   Sampat Pal. No está sola. Tiene detrás a otras 100.000 como ella. Lucharán juntas hasta donde haga falta contra la injusticia en India. Son las guerreras del ejército de los saris rosas.
“Estoy en contra de la violencia. Pero si me atacan, me protejo. no sé poner la otra mejilla”
“Soy feminista, me gusta trabajar con y para las mujeres. Empujarlas a que sean independientes”
Su comandante en jefe acariciará tu rostro cuando le mires a los ojos por primera vez. No hay que dejarse engañar. También parece querer sacarte las entrañas mientras te sondea. Así es Sampat Pal. Impredecible. Cariñosa cuando quiere. Agresiva si es necesario. Puro nervio. Un terremoto de 47 años y poco más de metro y medio de estatura. “¡Gulabi Gang vencerá!”, grita al conocer cualquier fechoría merecedora de la intervención del Gulabi Gang, la banda del color rosa. Sus huestes responden al grito de guerra blandiendo los lathis, esos garrotes que emplean como único medio de defensa personal. “Hoy habrá movida”, susurra Sampat guiñando un ojo. Y sube al jeep que zumbará por la destartalada carretera de Atarra. Cien soldados esperan ansiosas la llegada de su líder para llevar a cabo una marcha por las calles de Fatehpur.
Atravesamos el corazón de Bundelkhand. Esta deprimida región al norte de India pertenece al Estado de Uttar Pradesh, el más poblado del país, con 175 millones de habitantes. La pobreza campa aquí a sus anchas, lejos del milagro económico orquestado por el primer ministro, Manmohan Singh, a principios de los noventa cuando ocupaba la cartera de Finanzas. El monzón que asoma a principios de julio está a la vuelta de la esquina. El calor y la humedad son sencillamente insoportables. Esquivamos vacas, tractores rebosantes de fardos de paja, camiones, bicicletas y motocarros atestados de gente. La carretera es un río humano. Hombres, mujeres y niños caminan desde primera hora hacia las bombas de suministro de agua en busca de aseo y refresco. Sampat señala el pueblecito de Kairi desde la ventanilla del vehículo. “Ahí nací yo”. Ahí comienza esta historia.
La pequeña Sampat vio la luz entre arrozales, búfalos, ovejas famélicas que beben en aguas inmundas y parias tendidos a la sombra de los chamizos. Nada de todo eso parece haber cambiado en cinco decenios. Hija de pastores, ambos analfabetos y miembros del clan de los Gadaria, estaba destinada a no ir al colegio. Debía aprender a cuidar rebaños y a elaborar chapatis, las deliciosas hogazas de pan indio. Su familia sólo esperaba de ella que se convirtiera pronto en joven esposa. Demasiado pronto.
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La niña mostraba interés por aprender otras cosas. El alfabeto, por ejemplo. Su tío Kakka convenció a sus padres para que la dejaran ir a la escuela durante dos cursos. Pero nadie pudo evitar que contrajera matrimonio a los 12 años. “Perdí la virginidad siendo impúber”, ha contado en el libro sobre su vida, El ejército de los saris rosas, publicado en España por la editorial Planeta. Hoy, con la mirada perdida y los ojos vidriosos, rememora: “Aquella terrible experiencia me hizo desarrollar una especial empatía hacia el dolor y el sufrimiento de las mujeres”. Quizá fuera el detonante de todo lo que vendría después. Una vida entregada al activismo social. Desde la organización de talleres de costura para mujeres hasta la fundación, en 2003, de una especie de ONG para el desarrollo y la financiación de pequeños grupos de trabajadoras. Sampat también comenzó a mediar en conflictos entre vecinos y familiares. Y a enmendar la plana a maridos violentos. “Llevábamos a cabo actividades cada vez más combativas. Me seguían las trabajadoras. Un día pensé: ‘¿Por qué no llevar un uniforme que nos distinguiera al realizar nuestras acciones? Podría significar que algo nuevo estaba pasando en este rincón de India. Algo hecho exclusivamente por mujeres”.
Así nació, en marzo de 2006, el ejército de los saris rosas. Con apenas 25 soldados, de entre 40 y 60 años. Muchas de ellas, viudas. “Hoy somos casi 100.000. Quise crear una unión femenina, una unión poderosa”, explica su fundadora. “El color rosa que vestimos significa revolución. Luchamos contra la dominación masculina imperante, contra los padres que no permiten a sus hijas recibir educación y apañan sus matrimonios siendo niñas. Ayudamos a mujeres maltratadas, pero también a pobres y parias humillados por los brahmanes de casta superior. También nos enfrentamos a los pradhans, los jefes de gobierno de los pueblos. Muchos son corruptos, no se preocupan de dar trabajo a los necesitados, ni llevan a cabo un reparto justo de la propiedad de las tierras”.
El ‘jeep’ se detiene a las afueras de Fatehpur. Un centenar de mujeres vestidas de rosa se arremolinan en torno al vehículo. Han venido caminando desde varios pueblos a la redonda. Muchas de ellas son dalits o intocables. Forman parte de las castas más bajas del sistema indio. Algunas no tienen dónde dormir. Están hartas de la falta de agua potable, de las irregularidades y cortes en el suministro eléctrico, de que los gobernantes se repartan las tierras del pueblo e impidan que los ciudadanos puedan trabajarlas, de vivir bajo el umbral de la pobreza, pero sin acceso a los documentos que reconocen esa condición y facilitan la compra de alimentos de primera necesidad. “¡Gulabi Gang vencerá!”, gritan todas al ver a su comandante en jefe bajar a duras penas del vehículo. Hace tres meses sufrió un accidente al caer de un tractor. No será obstáculo para que marchen juntas hasta el centro de la ciudad. Pretenden entregar en mano al magistrado de distrito un memorando donde denuncian todas estas injusticias.
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Las soldados despliegan una pancarta: “Vamos, mujer. ¡Despierta! Enfréntate a los ataques contra ti. Abraza la antorcha de la luz contra la injusticia”. Es la una y media de la tarde. La marcha arranca bajo un bochorno de casi 50 grados. Una marea rosa se cuela entre los coches. Alzan sus garrotes. Interpretan cánticos. Los hombres observan el espectáculo, entre desconcertados y nerviosos, desde las puertas de los talleres, los comercios, los cafetines y puestos de mangos. Media hora más tarde, la concentración toma pacíficamente la Corte de Distrito de Fathepur, sede del Gobierno provincial.
Hasta el despacho del magistrado de distrito, Saurabh Babu, llegan gritos de guerra. “¿Dónde estás, magistrado?, ¿por qué no quieres hablar con nosotras?”. Babu se lo pensará 20 minutos antes de salir. Dos hombres con fusiles guardan sus espaldas. Sampat Pal sube el tono. Estalla como un volcán para denunciar cómo dejaron sin tierra al marido de esta mujer. O por qué aquélla tiene dificultades para dar agua a su bebé. La vida no es fácil aquí en Uttar Pradesh.
Quizá lo verdaderamente importante, con independencia de la menor o mayor diligencia con la que este dirigente afronte los problemas que acaba de conocer de primera mano, es que hoy no podrá escurrir el bulto. Al menos por un día, reconocerá cuánto hay de verdad en lo que está escuchando. Si no mueve ficha después de esta visita, sus problemas irán en aumento. La comandante en jefe advierte: “Estaremos pendientes de lo que seas capaz de hacer. Y si no haces nada, volveremos. Quizá no seamos tan educadas la próxima vez”. Sampat Pal está satisfecha. Arenga a sus tropas antes de despedirse: “¡Cuidaos, permaneced atentas a los problemas de las mujeres! Recordad esto siempre: unidas sois más fuertes”.
Al día siguiente visitamos el cuartel general de la banda en Atarra. El austero bajo de una pequeña vivienda sirve de oficina y morada. Una estancia compartida con Jay Prakash. Su mano derecha. “Él es mi guía. Un amigo. Un hombre muy honesto. Lamentablemente, soy analfabeta. Él lleva el papeleo de la organización. Nos conocimos en 2004, cuando yo estaba formando los grupos de trabajo de mujeres. Hoy compartimos pensamientos, ideología. Vivimos bajo el mismo techo, pero cada uno tiene su familia. Él la suya y yo la mía”. Y punto.
Esta mañana también hay un policía en la morada de Sampat Pal. La visita no se parece en nada a los violentos registros que sufrió en el pasado tras ser falsamente acusada de mantener contactos con la guerrilla naxalita, de origen maoísta. “Tener enemigos es inevitable cuando diriges un ejército”, asume ella. “Algunos me han amenazado de muerte. A los corruptos no les interesa que las cosas cambien por aquí”. La comandante conversa apaciblemente con el agente entre aromas de pachuli y el lamento de las aspas de un ventilador. Junto a ellos, sentados en un banquito de madera, cinco miembros de la misma familia atienden al parlamento. Un joven escuálido muestra la brecha en su cráneo. Se ha visto envuelto en una trifulca familiar provocada por la disputa de la propiedad de una casa. El muchacho se llama Sushil. Tiene 24 años. Aparenta más. “Conozco muchos problemas como éste. Problemas pequeños, de cada familia”, justifica el policía con desgana. Sampat le ha invitado a su casa para hacerle entender que debería ocuparse de estos asuntos. Y el agente se saca un moco mientras escucha.
La mujer que ha venido con su familia a pedir ayuda a las guerreras de rosa tendrá que alistarse si quiere recibir amparo. El peaje son 170 rupias por el ingreso y otras 100 por el sari. Así funciona esto. Nada aquí es gratuito. “Pero es la mejor forma de que el compromiso se convierta en algo a largo plazo y no en solución rápida a un problema concreto. Nuestro Gang se fundó para afrontar empresas con muchos frentes abiertos. Es necesario formar parte de esta historia con todas las consecuencias. Ahí reside también buena parte de nuestra fuerza”.
Así empiezan muchas. Como esta mujer desamparada. Así empezó Sampat Pal. Harta de que ninguna administración escuchara sus quejas. Y de que hasta su marido le aconsejara olvidarse de los problemas de otros. Conflictos que conforman el paisaje cotidiano de los casi 50.000 habitantes de Atarra. Por eso cada vez más mujeres se lanzan en brazos de la fundadora del Gulabi Gang.
-¿Es usted feminista?
-Sí. Me gusta lo que eso significa. Trabajar para otras mujeres. Y hacerlo en su compañía. Empujarlas a que sean independientes, a que tomen las riendas de su vida.
-Usted se declara antiabortista.
-Estoy en contra del aborto y el divorcio.
-¿Defiende el uso de la violencia?
-No. Estoy en contra de la violencia. Pero si es necesaria para protegerme, por supuesto que la empleo. Hasta donde mi lathi me permita. Hay otras armas, cuchillos y pistolas. Pero no creo en su uso. Si tenemos que ser duras, lo somos con el lathi, propio de los pastores de esta tierra. Si me atacan, me protejo. No sé poner la otra mejilla.
Relativamente al margen de las peripecias de su madre y esposa, la familia de Sampat sigue con su vida en la vecina localidad de Badausa. Munni Lal, de 55 años, es su marido. Permanece sentado a media mañana junto a la puerta de su vivienda. Hace unos años repartía helados y cubitos de hielo con una bicicleta. Ya no trabaja. Sus cinco hijos y algunos de los 11 nietos le acompañan. “Me gusta lo que hace mi mujer, creo que está bien”, afirma. “Al principio tuvimos muchos problemas con los vecinos. A ella y a mí nos acusaban de meternos en los asuntos de la gente. Por eso nos mudamos de Gadaria a Badausa en 1995″.
-¿Echa de menos a su esposa?
-A veces. Quisiera tenerla más conmigo.
Y ella, reconfortada por las palabras de su marido, responde: “Una de las cosas que le agradezco es que no me haya dejado”. Enseña orgullosa a su familia. Y se muestra satisfecha por lo que ha logrado. “Hice todo lo que soñaba. Y aquí tienes a mis hijos; han recibido una educación, son personas de provecho. Habrán podido echarme de menos, pero yo nunca dejé de estar pendiente de ellos. Creo que mi caso demuestra que se puede ser independiente, tener un trabajo y una vida, y cuidar de una familia”.
Hay que seguir la marcha. Otras mujeres esperan escuchar estas palabras. Conducimos hasta Allahabad. Allí florecerá la vis política de Sampat Pal entre discursos, cantos y consejos, no sin antes enfrentarse a una mujer de la localidad de Mau que ha desahuciado a su cuñada y llevarla hasta la comisaría de policía. La comandante en jefe del Gulabi Gang concurrió a los comicios legislativos de 2007 como independiente. Sólo obtuvo 6.500 votos. No guarda un buen recuerdo de su fugaz carrera de candidata. Ni de lo que rodea a los partidos.
-¿Qué opinión le merecen los políticos?
-Aquí, en Uttar Pradesh, ni los políticos ni la burocracia explican lo que hacen con el dinero público.
-¿Y Kumasi Mayawati, jefa de Gobierno de Uttar Pradesh, erigida ante los de su casta como la reina de los intocables?
-¿Qué puedo decir de ella? Juega con la gente. Primero pensé que podría ser una salvadora de los pobres. Pero es un espejismo. Está traicionando a su gente, a los parias, al reunir a todas las castas en su partido.
-¿Recibe su ejército algún tipo de subvención pública?
-En absoluto. No queremos dinero corrupto. Nuestros únicos ingresos son las cuotas de las afiliadas y las donaciones.
-¿Y usted de qué vive?
-De explotar unas tierras familiares.
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La máxima autoridad en el territorio donde Sampat Pal ejerce la gran parte de su actividad es el magistrado de distrito de Banda. Ranjan Kumar ronda la treintena y lleva dos años en el cargo. Recibe a media mañana, recostado en un sillón de cuero de su enorme despacho. “Sampat Pal no es nada extraordinario”, asegura displicente. “No es muy diferente al resto de líderes locales que suelen aparecer. Qué quieres que te diga, me merecen más respeto los elegidos por el pueblo”. El joven Kumar reviste su discurso con la grandilocuencia propia de las élites burocráticas. “Si tenemos conocimiento de que se hace algo ilegal, lo investigamos. Estamos abiertos a la gente aquí, de diez a doce de la mañana. La policía también está abierta”. Ante las quejas ciudadanas, argumenta: “Es cierto que cuanto más desciendas en la burocracia, la actividad se reduce. Cuatro magistrados de distrito tenemos 650 localidades bajo nuestra responsabilidad. Vigilar el dinero hacia abajo no sólo es difícil, sino imposible. Mi departamento recibe del Gobierno alrededor de 30 millones de rupias de presupuesto para un año. Con esa cantidad gestionamos, entre otros, el programa rural de empleo garantizado de 100 días anuales, al que van destinados unos diez millones de rupias. Los ciudadanos dicen: ‘Dadnos dinero’. Pero no reclaman cosas para el interés común. Viven por su único interés. Si los pueblos no demandan cosas concretas, la burocracia permanece inactiva. Por ejemplo: quisimos implantar el suministro de agua potable, pero los vecinos nos dijeron que preferían seguir con el sistema de bombas de presión. Ante eso, ¿qué más puedes hacer?”.
No lejos de este despacho y su aura oficialista, a unos cinco kilómetros, vive Krishna Gupta. Tiene 46 años. Fue de las primeras que se enrolaron en la banda de Sampat Pal. Todo lo que recibe de la burocracia son 300 rupias (menos de cinco euros) mensuales de pensión. Tiene su pierna derecha inutilizada por la polio. Acude a trabajar cada mañana a la oficina de Correos. Nadie quiso escuchar su historia cuando acudió a la comisaría para denunciar malos tratos de su marido. “De él sólo he recibido palizas y malas palabras desde que nos casamos”, cuenta. “Jamás me habló de amor. Incluso hoy, su comportamiento es muy abusivo. Nunca he sentido cariño por parte de mi familia. Sólo lo encontré en mis amigas, en las mujeres con las que comparto lucha”.
Ellas decidieron un día que la situación de Krishna era insostenible. Sampat reunió una avanzadilla y se enfrentaron a su violento marido. “¡No vuelvas a ponerle tus sucias manos encima! ¿Has entendido?”. La respuesta de él fue una amenaza. Sampat no quiere entrar en detalles, pero Krishna reconoce que tras un segundo encontronazo con las del sari rosa su marido nunca volvió a pegarle. Al asomarse al retrovisor de su vida, Krishna encuentra una infancia llena de confusión y tristeza. “Me casaron con 11 años. Él tenía 26. Lo recuerdo como algo extraño, casi irreal. Eres una niña y, de repente, de un día para otro… ¡llega hasta la puerta de casa la procesión de tu matrimonio!”. Sampat y Krishna se parten de risa fundidas en un abrazo. Cómplices. Refugiadas en una carcajada ante lo que han soportado. Krishna tiene tres hijos. Dio a luz al primero con 13 años. “No sé ni cómo llegué a ser madre”. Las dos amigas pasean por la orilla del río Mandakini, entre viejos sadhus y niños que chapotean en sus aguas. Como Krishna, cada vez más mujeres de India sienten que ya no están solas. Un torrente de color rosa corre por Uttar Pradesh. Sampat Pal está dispuesta a escuchar sus problemas. Y a empuñar el lathi contra la injusticia. “Mis sueños se hicieron añicos de niña”, suspira Krishna. “Hoy soy feliz. Mis hijos están sanos. Tengo trabajo. Y sé que mis amigas, que este ejército luchará por mí si alguien vuelve a intentar hacerme daño”.


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