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domingo, 24 de octubre de 2010

Las Ánimas y La Puta

Las Ánimas:



Octubre de 1890.
El humo azulado ascendía perezosamente del fogón filtrándose tal sierpe etérea entre las tejas prietas y resecas del techo de la cocina. Las paredes  caleadas y las tejas rojizas alejadas de la estufa, algunas enverdecidas por los hongos que en invierno prosperaban en los desagües húmedos bajo la sombra de dos frondosos aguacates traídas sus semillas en uno de los viajes que hizo don Ernesto cuando llevó a la ciudad de Guatemala la partida de novillos más grandes que se tenga noticia por estos lados. Dos mil novillos vendidos al razonable precio de siete pesos por cabeza.
La cocina era amplia y cuadrada de unas seis varas de lado, sobresalía del cuadrado de la casa; el piso nivelado con ladrillos cocidos daba elegancia a la estancia, ésta era el punto de reunión al momento de la cena y el desayuno; la pieza tenía tres ventanas y tres puertas, los morillos ennegrecidos por el humo del fogón sostenían el techo desde hacia muchas décadas; la madera de mora que breceaba las vigas firmemente tenía todavía el aspecto de haber sido cortada hacía poco por su estética y robustez pero eran tan viejas como la casa; la tradición de cortar las maderas preciosas con buena luna servía para conservarlas por muchas décadas y hasta siglos.
El tocino se curaba al amor del fuego y del humo; allí se mantenía la carne gorda tasajeada y acecinada. Las morcillas, los chorizos y las costillas, al curarse, se guardaban en las enormes porongas con sus bocas bien selladas para evitar el daño de los ratones y las cucarachas; los perniles una vez ahumados y curados eran  guardados en la despensa donde doña Juana los mantenía bajo llave y servían para costear los viajes a Tegucigalpa cuando se enviaba la partida mensual con dulce, carne en cecina, chorizos de puro cerdo —condimentados con ajo, especias, chile, sal, vinagre de fruta, primorosamente embutidos en las tripas limpias de los mismos cuches—; queso seco y mantequilla de costal, huevos frescos, manteca de chancho, pealeras de cuero crudo ensebado y sogas de crin de las bestias caballares y mulares con que contaba la hacienda.
Dentro y fuera de las puertas exteriores de la cocina habla cuatro poyos en cada una, dos adentro y dos afuera divididos por la oquedad de las puertas, estos eran largos y cómodos para aceptar dos personas de amplias posaderas.
Los poyos exteriores de la puerta hacia el naciente servían por las tardes para que la cocinera y sus ayudantes desvainaran los frijoles nuevos de la temporada, desgranaran maíz seco para el nixtamal del día siguiente; o destusaran elotes tiernos de las primeras milpas para hervirlos o metatearlos y hacer tamalitos de elote, a veces fritas de maíz tierno, o el aromático y delicioso atole. También, estos poyos, les servían para descansar al atardecer después de sacar el trabajo de la cena mientras molían pinol, especias, o pimienta gorda olorosa para preparar las quesadillas que se horneaban los días de fiesta; al difunto don Ernesto le gustaba tomar café con pimienta en días especiales.
Durante el desayuno, los peones comían sentados en los poyos exteriores, otros próximos a las artesas en taburetes de tres patas o bancas eficientes de madera gruesa. Otros se sentaban por los gruesos dinteles de las ventanas que estaban paralelas a las puertas. E1 desayuno consistía de frijoles brutos frescos, cuajada, media jícara de mantequilla rala y tortillas grandes y delgadas hasta que reventaran de llenos; cada quien recibía su jícara de café o de leche caliente.
El ambiente de la media mañana después del desayuno era lento en la cocina. Las criadas habían sido enviadas a lavar a la quebrada y volverían a la hora del almuerzo. Quedaba en la casa, además de doña Juana, su hija única Marichángel Galo con su magnético y sensual cuerpo de joven virginal en pleno desarrollo pubescente.
La joven, con garbo y entusiasmo se desplazaba de un lugar a otro de la cocina o en algunos quehaceres de la casa, alegremente canturriando las canciones y melodías aprendidas de las reuniones de los peones que en las noches frescas de verano rasgaban la guitarra, el violín o el acordeón, a veces con melancolía, a veces con bulliciosa rima de música de destrojo; mientras ella desde la penumbra del balcón de su ventana, escuchaba con su mente y corazón la letra y la música de la bella tierra entre Olancho y El Paraíso, en el suroriente de Honduras.
La nariz de Marichángel levemente respingona daba un toque de alegría al conjunto de su cara, los ojos oscuros, grandes y juguetones que junto con una boca de labios gordezuelos, en su posición de descanso simulaban un corazón bermejo, húmedo y tentador, hacían irresistible el atractivo del conjunto facial.
Un mozo salió de la quesera y se dirigió a la casona. Entró por la cocina, tocó la puerta de la sala que conectaba a la cocina y esperó.
—¿Qué fue, Chano?—Indagó doña Juana desde el interior de la sala.
—Ya terminé de desmantequillar las canoas de la leche y quebré la cuajada; va a estar para antes del almuerzo— reportó de un solo tirón el mozo, y después agregó como poniendo punto final:
—Usté me dijo que le avisara.
—Si. Ensillá la mula hosca y vos a Satanás, quiero ir donde ñor Jacinto, a la hacienda Los Robledales, para platicar de unas labranzas que quiere vender, por si nos tardamos, dejá a Ramón pendiente de la cuajada.
—Como usté mande, ña Juana— contestó el quesero, girando y dirigiéndose hacia el galerón donde se mantenían las caballerizas, en cuyos tabancos dormía la peonada de plantilla fija. Los peones temporales dormían en el galerón del corral de ordeño más alejado de las construcciones de la casa. Los peones con familia vivían cerca del plantel de la molienda de caña casi a un quilómetro distante.
Las viviendas y construcciones de la hacienda a esa hora estaban desiertas, a lo lejos, en dirección a la quebrada se escuchaban los gritos de los niños que jugaban próximos al lugar donde las mujeres de la hacienda semidesnudas y mostrando sus pechos al aire lavaban junto a las piedras grises de la quebrada de aguas verdeazuladas y arenas blancas; de la cintura hacia abajo los paños ralos mojados delineaban sus caderas; sus nalgas túrgidas subían y bajaban a medida que extendían los brazos de adentro hacia afuera con el movimiento del lavado. El jabón oscuro y redondo era pasado de una a otra lavandera para ir economizando las pelotas negras y fragantes de jabón de tierra.
—Ya están listas las bestias, ña Juana— dijo Chano.
—Ya voy— respondió desde el interior de la casa la voz fuerte y firme de la viuda, que desde que comenzó su estado de soledad había demostrado calidad para seguir la obra de su marido, don Ernesto Galo.
—¡Marichángel!—grito la viuda.
—Si mamá— contestó la voz agradable y dulce de la muchacha.
—Estate pendiente del almuerzo por mientras vienen las muchachas de la quebrada.
—Si mamá— repuso Marichángel mientras en las habitaciones del fondo de la vivienda que desembocaban a un patio interior ésta terminaba de arreglar las camas donde dormían sus cinco hermanos unos mayores y otros menores que ella
—Si viene el señor cura antes de que yo regrese lo atendés. Dale pinol y chocolate con mascadura por mientras está el almuerzo.
—Sí, mamá—salmodió Marichángel.
—¡Chano!— gritó doña Juana.
—Mande, señora— respondió Chano— Estoy listo en cuanto usté ordene.
—Pues,'monós— dijo la viuda saliendo de la casa, asió las riendas de su cabalgadura y sin ayuda montó ágilmente.
La cabalgadura arrancó con un andar bajo, que se convirtió en andar alto por el fustazo en el anca derecha, el suave espuelazo en los ijares y el control de las riendas. Chano, montó en Satanás de un salto sobre la coraza de cuero crudo de venado, Satanás corcoveó al sentir la espuela del caite izquierdo de Chano, pedorreó y meneando la cola con fuertes abanicazos se emparejó, trotando, con la cabalgadura de doña Juana en pocos pasos.
Al cabo de unos minutos los jinetes parecían dos puntitos negros en el camino que rectilíneo seguía a la par de la montaña de las Jagüillas. A la izquierda del camino la montaña, a la derecha el valle que limitaba con el río. El invierno habla sido benigno: Los pastizales se extendían como mar verde aterciopelado confundiéndose en el horizonte con el verde más pálido de los cañales.
La casa quedó relativamente en silencio, excepto por el ladrido de los perros que sesteaban cerca de la quesera a la espera del suero, el bramido de las vacas recién paridas que nerviosas sacrificaban su zacate fresco en el potrero pequeño por vigilar a sus crías o el gañido de los cerdos echados en la porqueriza al cambiar de posición.
Oteando hacia el camino que doña Juana había tomado comenzó a verse un punto negro. Este fue convirtiéndose en la figura de un jinete que a paso trote se acercaba a la hacienda, hasta convertirse en la figura del cura don Nicanor. Un sacerdote joven de cabello rubio y una nariz exageradamente fina y larga, los ojos azules juntos y una boca de labios finos que al sonreír acentuaba los hoyuelos de las mejillas y suavizaba el atrevido mentón; el padre Nicanor, periódicamente visitaba a doña Juana más frecuentemente desde que ésta enviudara hacia tres años.
Las visitas se extendían desde el mediodía hasta la oración, cuando la luz crepuscular cedía a la noche. Entonces partía en su caballo a un buen andar rumbo al pueblo distante un par de leguas.
Los consejos de don Nicanor hablan servido de gran ayuda para las decisiones de doña Juana; que desde que enviudara toda la responsabilidad de las faenas y administración de heredad descansaban sobre sus hombros .
El cura desmontó elegantemente haciendo caso omiso del faldón de su sotana. Amarró la cabalgadura en una argolla de la acera oeste de la casona. Chasqueó amigablemente los dedos para apaciguar a los perros que se acercaron para atacarle; una vez reconocido volvieron diligentes a su lugar a continuar la siesta diaria. El cura se acercó a la cocina y al verla desierta entró por la puerta que conducía hacia la sala.
—¡No hay nadie aquí?—gritó —mientras avanzaba de la sala hacia el patio interior de la casa, sobre los ladrillos sus pasos firmes campanilleaban con las rosetas de sus espuelas de plata; en el centro del cuadrado un patio interior decoraba como un jardín oculto las habitaciones que circundaban el perímetro interior de la vivienda, amplia, cómoda y fresca. El acento español del padre Nicanor tenia toda la pesadez del madrileño. Tomó el pasillo hacia la derecha y recorrió el corredor preguntando cada cierto instante:
—¡Bueno!, ¿es que no hay nadie en casa?
Caminando por el pasillo izquierdo del cuadrado llegó hasta la habitación principal. Titubeó ante su intento. Preguntó nuevamente en voz alta. Se decidió entonces. Abrió la puerta de la recámara de doña Juana. Era la primera vez que él estaba en esta habitación. La estancia era cuadrada, amplia; a la derecha junto a la pared había una cómoda baja con espejo, la cama era ancha, la camera de popelina bordeada con un tejido de fino croché. Dos almohadas largas y altas descansaban sobre la parte inferior del respaldar de caoba, grueso y firme.
A la derecha de la cama dos sillones con asiento y respaldar de cuero y una mesa redonda formaban una salita, en la mesa descansaba un candelabro de cobre de tres velas sobre un tapete de hilo grueso. Próxima a estos muebles una amplia ventana dejaba entrar la luz del día; y a raudales una brisa suave mañanera movía las cortinas de organdí como el saludo de despedida de los amantes cuando uno zarpa en un barco velero y el otro queda en tierra, lleno de tristeza y soledad.
A los pies de la cama descansaba un arcón vetusto y robusto tan ancho como la cama donde la dama guardaba bajo llave documentos, dinero y recuerdos de don Ernesto. Había otra puerta opuesta a la cama que comunicaba con el aposento de Marichángel.
El cura fascinado por la tentación de espiar sin ser espiado se sintió impulsado por saber si la otra habitación estaba sola. Entró. El corazón le dio un vuelco casi mortal; de súbito sintió una opresión en las sienes, la boca seca, un nudo en la garganta y en sus entrañas un remolino de impulsos viriles. Sobre la cama, Marichángel dormía profunda mente en una posición intima y despreocupada. Sus piernas llenas, torneadas, jóvenes y lisas, se mostraban descubiertas de la larga falda que cubría levemente los muslos, éstos bien formados y entreabiertos mostraban sin estorbo la braga de algodón suave y nuevo que cubría el monte reservado de la chiquilla; un monte siempre misterioso, siempre original, siempre un reto y una promesa nueva para el hombre.
La chiquilla no llevaba sayón. Solo una enagua tenue de algodón que junto con el género de la falda se habla replegado hacia arriba.
—¡Eso es para las viejas fustanudas!— acostumbraba a repetir Marichángel cuando su madre y el aya le reclamaban porque no llevaba toda su ropa interior como cada joven de su edad.
—Es que esos faldones, los corpiños, las sayas, las enaguas además de ser calientes son pesadas, mamá— respondía Marichángel con una sonrisa que desarmaba el gesto más austero que se gastaran el aya y doña Juana.
Nicanor dudó unos instantes en entrar al aposento. Un tren vertiginoso ensordecía su mente con imágenes vividas y raudas de admonición, la moral, la iglesia, el deseo, la oportunidad, los recuerdos de las amigas mal sentadas de su madre cuando llegaban de visita, el pecado, sus entrañas, la ocasión, sus padres, su sacerdocio, las piernas de la muchacha, el futuro, el recuerdo del placer de las masturbaciones juveniles, el diablo, ¿Dios?.
Se aproximó con el corazón desbocado, sintiéndolo como a punto de salirse de su pecho, se sentó suavemente en el extremo donde descansaban las bellas piernas de Marichángel; la visión cercana de los muslos, tiernos, suaves y blancos, cubiertos de un tenue vello cerraron su entendimiento. Las manos de Nicanor, temblorosas y ansiosas luchaban entre tocarlas o alejarse de esa tentación. Colocó su mano sobre el muslo izquierdo, el calor que despedía su diestra hizo que la joven se moviera y cambiara de postura, en el cambio de posición las caderas quedaron hacia donde el cura, quien enardecido por el primer contacto extendió la caricia hacia las caderas y la parte interna de la ingle derecha por encima de la ropa. Marichángel se quejó entre dormida cambiando de posición y quedando sobre sus espaldas. Nicanor ciego y excitado puso su mano con suavidad en el monte venéreo e hizo una leve presión con toda su mano sobre éste.
—¡Qué pasa?—gritó Marichángel despabilándose. —¿Qué hace aquí, señor cura?. ¿Qué quiere?
—¡Calla, chicuela! ¡No grites!, chicuela no, ¡Adorable criatura!—clamó el cura balbuceante y febril al sentir el efluvio íntimo del cuerpo de Marichángel.
—¡Pero, qué le pasa! Sálgase de mi cuarto. ¡Fuera!!!—gritó la muchacha enojada y alarmada ante la embestida de Nicanor.
Este incontrolable hundió su rostro entre las piernas de la muchacha besando sus muslos y el bosque de la pasión, pidiendo clemencia y perdón mientras sus manos acariciaban las piernas juveniles con más intensidad y deseo.
—¡No sea tonto! ¡Déjeme! -gimió Marichángel al notar que Nicanor la tenía a sus anchas.
—¡Déjame amarte mujer de mis sueños— clamó el cura.
—¡No!, ¡No!—se resistía la muchacha contorneándose y extendiendo sus brazos para distanciar el cuerpo del cura.
—¡Por favor!—imploró el cura, al mismo tiempo que levantaba toda la falda femenina hasta arriba de la cintura quedando las piernas y la braga bajo la mirada incendiada de Nicanor, que sin esfuerzo rompió la cinta que apretaba la braga sobre la cintura, comenzó a bajarla hasta descubrir un tupido pero tierno bosque intensamente negro, aterciopelado y suave que coronaba la colina de las pasiones, bajo el vello se apreciaba una piel blanquísima, tierna y subyugante. Nicanor con firmeza introdujo su mano entre las piernas de Marichángel, presionando sobre la fisura del placer y la vida. La boca de Nicanor tapó la de la muchacha posesionándose totalmente de los sentidos de ella, quien con desesperación luchaba por oponerse a lo que imaginó -en sus momentos de autogratificación al contemplarse desnuda ante el espejo de su cuarto-  sería tierno y placentero y esperanzadamente programó lo que haría algún día con el hombre de sus sueños. El furor fue tornándose en excitación ante el asalto de Nicanor, quien había tomado una mano de la joven, colocándosela sobre su fuerza motriz masculina. La curiosidad, el anhelo y el impulso natural fueron calmando el forcejeo, aceptando su sino, pero inmóvil en protesta e impotencia, como castigo para negarle al cura el placer de disfrutar la posesión efímera pero dulce de una flor.
Nicanor, muerta la resistencia de Marichángel, comenzó a prepararse con toda la ventaja para conquistar un monte para él prohibido. Su impaciencia e inexperiencia precipitaron el desenlace de la acción. Frustración, placer truncado y dolor en Marichángel; remordimiento en medio de una agradable placidez, dolor moral al concluir la pasión breve y tan común, vana y estéril una vez saciada.
—Perdóname, tesorito— gimió implorante Nicanor mirando el rostro de la muchacha— merezco tu desprecio, tu rencor... tu odio.
La muchacha no contestó ni respondió a la mirada del cura. Se cubrió con sus ropas, giro sobre su cuerpo viendo hacia la pared y dándole la espalda a Nicanor. Este salió de la estancia sin producir ruido, llegó a la cocina a sentarse en uno de los poyos interiores del aposento a calmar su cuerpo todavía estremecido y a considerar la magnitud de su acción.

Desde Olanchito
LA PUTA

Bajó del bus y caminó hasta la esquina. Miró en derredor con parsimonia, mientras encendía un cigarrillo indiferentemente. Sus ojos observaban las cuatro esquinas sin interés. Expelió el humo por la nariz y la boca sin fuerza, éste ascendió con rapidez para desaparecer ante la luz mortecina de las lámparas eléctricas de la calle. Se decidió por el lugar menos ostentoso y entró.
La temperatura del ambiente cerrado del salón era un par de grados más alta que la de la calle y la atmósfera estaba saturada de olor a cerveza rancia, ron, orines y vómitos. Se detuvo unos instantes para aclimatar sus ojos a la penumbra del salón una vez desencandilado caminó hacia el centro de la barra y pidió una nacional. La rocola tocaba un bolero de los cincuenta, de esos que describen un amor triste y engañado. Tres parejas bailaban en la pista penumbrosa, se abrazaban y mecían cadenciosamente.
Asió la cerveza. La levantó a la altura de sus ojos y suavemente colocó el pico de la botella sobre sus labios entreabiertos. Dejó que el líquido fresco fluyera lentamente hasta que sólo dejó espuma en el cuello estrecho del envase. La depositó sobre el mostrador y poniéndose la mano izquierda sobre la boca disimuló un eructo.
—Otra
Las mujeres se abrazaban a sus parejas mecánicamente. A veces una de ellas detenía la mano del cliente que buscaba acariciar crudamente una nalga o el pubis. Terminó la música y las parejas se sentaron en diferentes mesas. Al bolero le siguió una balada. De una esquina en penumbras se levantó una mujer que se aproximó al hombre de la barra.
—¿Me invitás a un trago?
—¿Qué tomás?
—Cerveza.
—¡Dos cervezas más usté!
El pelo negro y liso le caía hasta la espalda. Vestía un vestido verde agua escotado, ajustado y corto. Tenía un cuerpo esbelto y delgado. Pidió un cigarrillo al hombre. Al acercarse a encenderlo el hombre aspiró el olor fragante y limpio del cabello de ella. La atrajo hacia él y suavemente besó el cuello descubierto de la mujer. Ella se estremeció y retirándose sin rudeza, le preguntó:
—¿Querés ir al cuarto?
—¿Cuánto?
—Veinte el rato.
—¿No hay rebaja?
—No
—¿Y por toda la noche?
—Cien
—¿Por qué?
—Porque la dueña nos cobra diez pesos por usar el cuarto un rato y setenta por toda la noche.
—Vamos, pues.
—Esperame, voy a traer la llave de mi cuarto.
La mujer se separó del hombre de la barra y entró por una puerta donde una cortina roja y desgastada tapaba el interior de la mirada del hombre de la barra. Un par de minutos después salió la mujer. Llegó hasta la barra y preguntó:
—¿Ya?
—Llevemos un par de cervezas para cada uno. Quiero estar toda la noche con vos.
—Vaya, pues. Te voy a hacer rico, pero hay que pagar el cuarto por adelantado.
—Cuando estemos en el cuarto te voy a dar el pisto. ¡Vamos!
El hombre terminó de beber la cerveza, la tercera, y pidió cuatro más. Sacó un rollo de billetes amarillos, azules y verduscos, saco un verdusco y pagó. Esperó el vuelto y abrazando a la mujer, indagó:
—¿Por dónde?
La mujer le abrazó por la cintura sin afectación y lo empujó por un pasillo mal iluminado con cuartos a ambos lados. Continuaron hasta el final del pasillo y salieron al traspatio donde los cuartos se extendían a la izquierda y a la derecha hasta unirse al frente dejando un patio empedrado rectangular descubierto. La mujer se acercó a una de las puertas de enfrente después de atravesar el patio y tras entretenerse brevemente con la cerradura abrió la puerta, entró y encendió la luz.
El cuarto interiormente está repellado y pintado de amarillo claro. Una puerta en el fondo encierra al baño y al sanitario. Hay una cama matrimonial y un mueble abierto donde está colgada bastante ropa de mujer. Hay dos sillas rectas y sobre el respaldar de madera de la cama una lamparita y muchos botes de perfumes, champú y crema. Hay un cenicero grande y algunas fotografías de la mujer y dos niños de cuatro o cinco años.
El hombre aprecia a la mujer a quien sólo habla visto en penumbras. La boca pequeña y bien formada, los labios gordezuelos, la nariz pequeña y recta, los ojos café y grandes, las orejas bien formadas, pequeñas y finas, el cutis suave, la piel olivácea. "La cara no está mal" pensó el hombre, siguió observando a la mujer, mientras ésta recogía alguna ropa tirada sobre las sillas y la colocaba encima del ropero.
Los pechos grandes y agolpados sobre el escote resaltaban la breve cintura y más abajo nace una poderosa cadera, ancha y redondeada. Las nalgas duras, redondas y respingonas. El hombre asintió con la cabeza su satisfacción por estar en el cuarto con esta hembra. "A pesar de tener dos hijos todavía no tiene panza".
—¿Me das el pisto?
—Enseñame las piernas.
—¿Te vas a quedar toda la noche?
—Depende de tus piernas.
La mujer se subió el estrecho vestido con cierta dificultad y mostró dos piernas bien formadas y largas, llenitas y cubiertas con un tenue vello. Los muslos terminaban ante un calzoncito, casi tanga que estremeció de deseo al hombre. Sacó cien lempiras y se los dio. Ella, sin bajarse el vestido, caminó hacia la puerta, mostrándole el trasero y antes de abrirla se contorneó levemente para que el vestido descendiera y cubriera el cuerpo que ya excitaba al hombre.
Al salir la mujer del cuarto, el hombre cerró la puerta. Se sentó en la cama y se descalzó y quitó los calcetines. Sacó la mayor parte de su dinero y lo colocó dentro de uno de los calcetines. Metió el calcetín en lo más profundo de uno de los zapatos. Dejó entreabierta la puerta, se quitó la camisa y encendió otro cigarrillo, se recostó sobre la cama y el respaldar. Miró las cervezas y sacando una navaja abrió dos. Se empinó una y en menos de quince segundos desapareció. Eructó sin tapujos y encendió otro cigarrillo para la mujer. Ésta entró.
—¿Esta es la mía?
—Sí.
—Gracias.
(II)
La mujer se descalzó dejando en el suelo unos elegantes zapatos negros de tacón alto. Se desvistió y quedó en sostén, braga y medias. Se sentó en la cama. Lenta y cuidadosamente enrolló cada una de las medias.
— Estas medias las cuido porque la dueña cada día las vende más caras.
— ¿En cuánto te las vende?
— Las de esta clase a cincuenta lempiras y las panty a cien cada una.
— ¿Y por qué te dejás meter tan caro esas papadas?
— ¡Porque no hay otra! La dueña aquí es quien manda y no queda nada más que comprar y vivir como ella dice. Los zapatos no me los vende a menos de trescientos y cuatrocientos lempiras; los vestidos desde cuatrocientos a qunientos pesos y la cama tres mil. Todo lo que aquí ves me cuesta más de treinta mil lempiras. Debo veinte mil.
— ¡Qué! ¡Veinte mil pesos!
— Si, papaíto, ¿pensás que dos hijos no cuestan? Vieras a cómo me vende las medicinas y cuánto pago por las cuentas de los doctores y las grandes enjaranadas que me doy cuando me enfermo o no trabajo por cuidar algún cipote mío enfermo. La comida la pago con mi trabajo, pero cuando no trabajo porque estoy con la regla o enferma, los tres tiempos me los cargan. Junto con el alquiler del cuarto a tiempo completo, a la cuenta que parece ser la del famoso Garinson; aunque abone, a veces abono bastante ¡porque hay buenas temporadas! casi siempre me enjarano más de lo que puedo pagar.
— ¿Y desde cuándo estás aquí?
— ¿Por qué preguntás tanto?
— Estoy asombrado por lo que te pasa. No sabía que la cosa era así. ¿Y las otras?
— Es lo mismo. Algunas, las que toman mucho, son las más enjaranadas. Y las que se van poniendo viejas, se enferman, salen de aquí para esperar la muerte en la calle o donde sus familiares, si las aceptan o las perdonan.
— ¿Te tomás otra cerveza?
— Todavía tengo. Si querés tomatela vos.
— ¡Ajá! ¿Desde cuándo?
— ¿Comencé esta vida?
— Sí.
Desde los catorce. Un hijueputa me engañó y cuando consiguió lo que quería de mí, me ofreció traerme para la ciudad, ponerme casa y vivir juntos. Era vendedor de una distribuidora, llegaba cada mes a mi pueblo. Ya le habla entregado mi honra y él tan guapo y seguro, parecía tan sincero que acepté. Al llegar me trajo a una casa de huéspedes, dijo él, por mientras conseguía casa y llevarme después. Pero no volvió. Esperé quince días. Cuando intenté salir de la casa de huéspedes para buscarlo, la dueña del lugar me dijo que no podía salir. Me enfurecí, grité y a la fuerza quise salirme. Me pegaron una vergueada que estuve más de una semana en cama. Cuando me golpeaban la dueña me gritaba que me había comprado por cinco mil lempiras, que la cuenta ya había aumentado en quinientos pesos más por la comida y dormida desde que llegué ahí. Que si quería salir de su dominio tenía que pagarle lo que había dado por mí. Lloré mares echada en una cama plegable que me vendió en quinientos lempiras. Pasaban los días y los golpes de la cara desaparecían. En mi pecho se acumulaban el odio, la ira y el deseo de escaparme. Muy tarde me di cuenta que estaba en un burdel. Me recuperé de la golpeada y hablé con la dueña para que me dejara ir a buscar a mis padres para que le pagaran todo lo que yo le debía. Se rio de mí.
Me dijo:
— Vos creés que soy pendeja. Si te vas no volvés palomita. Mejor alistate para esta noche porque ya has estado muchos días sólo comiendo y durmiendo. Hay que ganarse la vida y la comida, con el trabajo. Así que dejate de papadas y lloriqueos. Vestite bien y al salón a trabajar en cuanto vengan lo clientes.
— ¿Querés un trago de cerveza o fumar?
— Encendeme un cigarro.
— Tomá. ¿Y entonces?
— Me puse unos pantalón azulón, zapatos bajos que me  había comprado el maldito que mr trajo al burdel, y una blusa blanca manga corta. Mi plan era que en cuanto tuviera un chance me escaparía por la puerta de la entrada principal. A esa hora abunda la gente buscando dónde parrandear y podría ocultar mi escapada. Lo hice. Pero la dueña me echó a la policía. Apenas estuve una hora huyendo cuando me capturó una patrulla. La dueña en pago por la captura que habían hecho les dijo:
— ¡Cójanse a esta putilla toda la noche! ¡Dense gusto muchachos que está media virga! ¡Dense gusto muchachos ya saben que conmigo no pierden! Túrnense lo cuatro hasta que ya digan ya no.
(III)
—Así comencé a putear. A acostarme con hombres, hombres de toda clase. Jóvenes, viejos, feos, guapos, sucios, limpios, crueles, hediondos, borrachos miserables y tiernos. Como solo tenía 14 años fui muy apetecida por los viejos y los ricos que llenaron sus fantasías con mi cuerpo. Una vez me usaron tanto que me sacaron la matriz. Estuve en una casa aparte con médico privado por mientras me aliviaba. Por suerte me daba pastillas para no salir preñada, si no, a saber cuántos hijos y abortos tuviera. Aquí hay compañeras que abortan hasta tres veces al año...
—¿Y cómo saliste preñada?
—Tenía 16 años y me enamoré de un hombre que me visitaba con frecuencia. Era muy considerado conmigo. Me regateaba cosas y me daba dinero a escondidas de la dueña. En ese tiempo ya me habían vendido dos veces. La primera dueña sólo me tuvo un mes y me vendió a un burdel de San Pedro Sula. Ahí fue donde conocí a este señor. Creo que él se enamoró también de mí. Hicimos planes de juntarnos y de ver si podía comprar mi deuda con la dueña. Hablamos que si nos marchábamos a escondidas, tarde o temprano nos encontraría la policía y me arrebatarían de su poder.
—¿Y en qué terminó?
—Dejé de tomar la píldora cuando dormía con él. Me sentía protegida por su presencia y su ternura y salí embarazada. El sabía que mi panza era suya. Y como no se ponía de acuerdo con la dueña decidimos huir.
La mujer calló. Sus ojos se nublaron. El hombre no preguntó nada, esperó a que ella continuara y para distraer la tensión del momento encendió más cigarrillos para ambos. Ella se levantó de la cama y fue al baño. Al rato regresó cantoneándose seductoramente. Se sentó en las piernas del hombre, lo abrazó y susurró a su oído:
—¿Ya tenés ganas?
—Ya se me quitaron. No sabía que tu vida fuera así. Triste y dura. Sin esperanzas.
—Pero, ya pagaste y la dueña no te devolverá el pisto.
—No te preocupés. Antes de irme te daré más, pero para vos.. ¿oís?... ¿Querés más cerveza, comer algo?
—No. Pero si vos querés algo te lo puedo ir a traer a la cantina.
—Dejálo. Platiquemos mejor. Contame más de tu vida. ¿Qué pasó con tu hombre?.
—Lo mataron. No sé quién. Siempre he sospechado de la dueña. Creo que lo hizo para sembrar el terror entre las demás mujeres para que no nos hagamos la idea de que podemos fugarnos y dejarla a ella sólo con nuestras jaranas... Dame un cigarro.. Parí un varoncito. A los tres meses me lo quitaron para que lo creara una señora que cuida los hijos de las compañeras. Es muy buena y nos quiere mucho. Le pagamos lo que podemos. Por mis hijos me sacrifico para que ellos tengan lo mejor. Mirá las fotos, el niño tiene cinco años y la niña cuatro.
Después de tener al niño me entró una gran decepción que estuve bebiendo mucho, no tomaba las píldoras ni usaba condones y salí preñada de nuevo. Me golpeó la dueña porque oculté mi panza hasta los nueve meses. La dueña se había ido para los Estados Unidos a comprar cosas que mete de contrabando con la ayuda de palancas militares y políticas. Ella se estuvo más de tres meses. Cuando vino quiso que abortara mi niña que ya estaba a punto de nacer v le armé un vergueo donde le dije que si me obligaban a abortar me mataría, pero no me iba a ir sola.
Tan pronto como parí me vendió a otra dueña de burdel. Esa sólo me dejó descansar un mes y volví a putear. Yo estaba herida del alma. Fue el tiempo que más descarriada anduve. A saber qué hubiera pasado si no es por una compañera que hizo algo que me obligó a pensar en mí y en mis hijos. Ella no tenía hijos porque todos los abortó. Cuentan algunas compañeras que la conocieron cuando era un buen culito que cuando se emborrachaba decía: "Yo no voy a parir a ningún hijueputa". Lloraba y reía hasta que se fondeaba. Quedó estéril de tanto abortar. A mí me extrañaba que ya no puteaba, sino que aseaba los cuartos, lavaba y planchaba. Un día me dijo que fuera con ella a su cuarto porque quería contarme y enseñarme algo.
—Vos sabés que no somos ni amigas, pero creo que debes saber algo para que te pongás alerta. Los errores se pagan muy caros. Yo los estoy pagando con mi vida. Nadie en mi juventud me dijo que tanto aborto era malo. No tuve nunca dieta y cualquier vieja que me decía que podía hacerme abortar yo le ponía mi culo para que me sacara lo que fuera. Mírame ahora, enferma y con los días contados...
—Pero yo te veo bien. Estás un poco pálida y delgada pero no parecés que estás al borde de la muerte...
—¡Ay, vos, lo que son las apariencias!. Estoy grave. Por eso no puteo. Tengo cáncer.
—¡No te creo!.
—¡Querés ver! ¿Tenés güevos de ver?
—¡Si!
 —Me da pena, pero te lo enseñaré para que te cuidés y pensés antes de hacer más tonteras.
Se bajo el calzón y lo dejó sostenido en un tobillo se acostó en su lecho con una mueca callada de dolor. Abrió con lentitud y con esfuerzo sus muslos al máximo y con los dedos índice medio de cada mano hizo lo mismo con la labia. Arqueó el torso la cabeza para atrás y preguntó:
—¿Mirás eso húmedo sangrante?
—Sssí
—¿Sentís ese olorcillo feo?
—Ujumm
—Ya no tengo matriz y la parte interna de mi vagina ya no es mía, es del cáncer. Los ovarios y trompas me las sacaron con todo y matriz. Tal vez viva seis meses o más. Y no tengo adónde ir. Siempre me pongo trapos 0 kótex cuando puedo comprarlos. Mi blumer, siempre lo manchado de sanguaza. Cuando comencé a padecer manchaba el calzón de flujo blanco y a veces amarillento pero siempre maloliente. Poco a poco dejé de atender a los clientes. Sentía dolor y vergüenza. Esta dueña no ha sido mala conmigo me regala la comida y el cuarto. Yo me rebusco con el lavado de ropa para algunas medicinas. Mi miedo ahora es cuando caiga cama, la dueña no va a querer tener una enferma en el negocio creo que no me va a dejar aquí. No sé lo que va a ser de mi… Yo ya no tengo remedio. Pero si vos seguís con ese desenfreno de no guardar tus dietas, tarde temprano, llegarás a ser lo que soy ahora...
La mujer enferma se sentó con gran dificultad. Colocó abundante papel higiénico sobre su vulva, de un cajón sacó otro calzón y se lo puso. Se paró haciendo un gesto de dolor y poniéndose las manos sobre las caderas y la espalda encaminó hacia el lavabo. La joven estaba pálida y temblorosa. Su palidez se torno en lividez terror.
(IV)
El hombre se levantó y metió los pies en los zapatos a modo de pantuflas entró al baño y orinó. Regresó a la cama y se recostó junto a la mujer. Encendió otro cigarrillo y le dio otro a la mujer. Ambos fumaron callados pensando.
—¿Cuantos años tenés?
—Veintiuno.
—¿Te has enfermado?
—¡Aquí quien no! Varias veces. Me han sometido a buenos tratamientos. Ahorita estoy sana. ¿Querés ver mi tarjeta de salud de esta semana?
—No es necesario.
—¿Ya no vas a acostarte conmigo?
—Ya no tengo ganas. Prefiero ser tu amigo.
—¿Es que tenés asco? ¿Se te quitó la gana por miedo al sida o qué. ¿te busco a otra?
—¡No, hombre! Es que me siento asombrado de tanta maldad humana. Siento que tu odio es pequeño con el que yo estoy sintiendo por esos hijos de puta y esas viejas cabronas y malvadas, que esclavizan las mujeres. ¡Porque vos aquí sos una esclava!
—Ya no sé que soy. Si puta, piltrafa, cosa, mujer o vegetal.
—¿Estudiaste?
—No terminé segundo del ciclo. Fue cuando me fui con el hijueputa que me vendió.
—¿Cómo podrías salir de aquí?
—No hay manera, vos. Por donde busqués, todo está cerrado. A veces pagando. Pero yo no tengo el pisto y no hay nadie que quiera darlo o prestarlo. Las autoridades son las que más aprietan. Andá, poné una denuncia de robo y te dicen que no hay pistas o que no hay transporte, pero que vaya una de esas viejas dueñas de burdel a quejarse que se le ha escapado una puta que le debe dinero y salen como chuchos tras un venado. Yo creo que son socios o que les untan la mano. Por eso las compañeras se vuelven violentas, alcohólicas, mafufas y no le niegan las uñas ni la cuchilla a quien la quiere joder...
—Por la violencia que los medio publican es que la gente cree que ustedes son unas fieras monstruosas, que abortan y matan con el cordón del ombligo a sus recién nacidos, que viven sumergidas en lo más oscuro del vicio. ¡Ey, y si lo denunciamos al CODEH? Creés que nos hagan caso.
—No lo sé. Esos sólo se preocupan por los desaparecidos y los perseguidos políticos. Las putas no somos gente ni tenemos derechos humanos. Además no somos putas porque queremos, sino que nos obligan, nos golpean  nos martirizan si nos negamos, nos raptan y nos venden como si fuéramos animales.
Somos cosas de placer o que damos placer mientras estamos bonitas, túrgidas y jóvenes, pero en cuanto envejecemos nos botan como trastos viejos. No hay justicia, no hay ley, ¡no hay ni mierda!.
Tengo siete años que me tienen puteando y apenas tengo veintiún años. Toda mi juventud me la han robado y cuando enferme de Sida o de cáncer me echarán a la calle a morir en una acera... ¡Me preocupan mis hijos! ¿Qué va a ser de ellos?... Mi mamá murió, me contaron unos paisanos que vi por casualidad. Mi papá se juntó con otra mujer que no quiso criarle mis hermanitos. ¿Por qué Dios me ha dado esta vida? ¿Es esto justo?
No quiero terminar como muchas compañeras que se vuelven insensibles, abotagadas por el vicio, sin preocuparse del futuro, ni de sus personas, ni nada. Es una manera lenta de suicidarse...
El hombre se sentó en la cama.
Sacó el dinero del zapato y le dio cien lempiras más a la mujer. Se agachó a terminar de calzarse mientras la mujer decía:
—Gracias. Con esto le compraré más ropita a mis niños.
—¿Tenés dinero ahorrado? Mejor guardá dinero y no vivás gastando todo lo que ganás. Nunca se sabe cuando las cosas puedan cambiar y podás salir de aquí.
—Después de siete años, ya perdí las esperanzas. ¡Salir, sé que saldré un día! pero... ¿joven?, no lo sé. ¿De qué me servirá salir vieja y enferma? A veces me preguntó: ¿Qué hubiera sido yo en la vida si ese hijueputa no me hubiera vendido? ¿Hubiera tenido un hogar normal? ¿Un hombre a quien querer y respetar? ¿Hijos que cuando crezcan en vez de avergonzarse de mí se sientan orgullosos de su madre? ¡Quién sabe! Ese pensar me martiriza. No he sido dueña de mi misma.
El hombre terminó de vestirse. Entró al baño y orinó otra vez.
Se lavó las manos y la cara y se peinó. Regresó y abrazando a la mujer con respeto y cariño la estuvo observando con detenimiento y ternura.
—Te aseguro que si tuviera dinero 0 poder te llevaría conmigo. ¡Ya!. Sólo para darte esa dicha de sentirse libre. De ser libre. ¡Parece mentira!
—Mejor no te hubiera hablado de esto. Siento que mis heridas están abiertas de nuevo. Cuando la rutina nos envuelve, aunque sea rutina sórdida, las emociones se adormecen y permiten que uno salga en esta vida maldita.
—¿Ya te vas?.
—Si. Ya casi amanece y debo llevar una carga al mercado.
—¡Adiós, mujer!
La mujer lo quedó viendo con tristeza y simpatía. Le asió las manos y se las apretó con cariño, después puso sus manos alrededor de sus brazos y colocó su cabeza sobre el pecho del hombre.
—¡Adiós, hombre!
El hombre salió al traspatio descubierto. Miró hacia el este el sol mostraba tenuemente la claridad del alba. Caminó por el piso empedrado mirando el rectángulo de cuartos y penetró por el pasillo que los dividía por mitad y que comunicaba al salón donde la rocola tocaba una lambada.
La mujer cerró la puerta. Caminó hasta el espejo empotrado en la pared y se miró detenidamente. Después se miró directamente a los ojos y mantuvo una mirada consigo misma. Se miró primero con ansiedad, después con ternura hasta quedar ensimismada con sus pensamientos. Pestañó y rompió el ensimismamiento. Entró al baño. Se lavó los dientes y cara. Colocó el sostén sobre el ropero y debajo de la almohada sacó un camisoncito que al ponérselo apenas le tapaba las nalgas. Apagó la luz y se acostó. Acomodó la almohada, exhaló un suspiro murmuró su oración cotidiana: "Oh, Diosito, no permitas que me dé Sida".
El hombre llegó a la cantina. Tres hombres apoyados sobre mostrador hablaban a gritos sobre fútbol. Dos mujeres cabeceaban sentadas en una mesa en la esquina más oscura del salón. Otra mujer comía tajaditas con queso y repollo en una mesa próxima a salida, sus dedos y la zona alrededor de la boca estaban enmantecados. El hombre siguió derecho hasta la puerta de salida. Al llegar a la acera Sintió el aire fresco matutino en todo su cuerpo. Aspiró profundamente y se apartó de dos jovenzuelos que tambaleándose argüían si entraban a echarse la última.
—Entremos, vos, ¡tal vez hay algún culito bueno!
—No, hombre, ya es tarde. Hay que trabajar hoy, ¡No jodás!
—Dejate de mierdas, ¡jodás! Tomémonos otra y a vos que importa. ¡Yo te invito!
—Una y nos vamos a la verga
—Si, hombre…
El hombre comenzó a caminar hacia el centro de la ciudad sampedrana. Paró un ruletero y montó junto al conductor.
—¡Parónde, mano!
—P'al mercado Medina-Concepción.


A.P. 2575
Tegucigalpa, Honduras
19 de septiembre, 1990
Sr. Marel Medina Bardales,

Me dirijo a usted con el propósito de proponerle una sugerencia en cuanto a un aprovechamiento de sus obras "Dialogando II a V" que pasaran por el Diario E1 Tiempo en el mes de julio de este año. Pero, primero, quisiera presentarme a usted para que tenga una idea del origen de esta carta.
Mi nombre es Susan Murdock y trabaJo para una organización privada de desarrollo que se llama Horizontes de Amistad. La sede de la oficina esté en Tegucigalpa, en la Avenida Ramón Villeda Morales en la Colonia Alameda, casa número 734.

Tengo 3 años de estar aquí en Honduras y he aprendido mucho de la vida de la gente en este país, conviviendo con ella y también, a través de los medios de comunicación, especialmente el Diario E1 Tiempo. Desde el principio, me llamó la atención la situación de las jóvenes y mujeres que trabajan como prostitutas en los prostíbulos. Hace unos años, empecé a leer un libro cuyo título se traduciría "Esclavitud Sexual Femenina" y tengo que decirle que no pude terminarlo, los casos eran tan horribles.
Entonces, cuando leí sus columnas sobre este problema, no pude dejar de preguntarme si yo debería buscar una manera a hacer algo al respecto. Estando muy consciente de la influencia que tiene los medios de comunicación en general y, a veces, los medios internacionales, decidí escribirle a usted para ver si estaría interesado en autorizarme a hacer una traducción al inglés de enviarla a unas publicaciones en Los Estados Unidos y Canadá. Mi motivo en proponerle eso es de hacer conocer a más gente la situación que usted ha descrito a través de los dos personajes en su historia (Digo "historia" sin saber hasta qué grado los eventos estén basados en hechos reales.) Además, se podría considerar la idea de acompañar la obra ya realizada con un artículo que explicara el contexto de Honduras, señalando, posiblemente, unos casos que se han mencionado en los periódicos en los últimos meses.

Tengo entendido que usted vive en Olancho y no pasa por las oficinas de El Tiempo frecuentemente. Entonces, tengo que pedirle que encuentre la manera de comunicarse conmigo si mi idea le parece que tenga valor. Estoy esperando que sí. Quisiera avisarle que la organización por la cual trabajo, está cambiando de estructura y no sé exactamente hasta cuando estaré viviendo en Honduras. Si logramos a encontrarnos por lo menos una vez, estoy segura que podríamos seguir colaborando—aunque estuviera yo en Canadá.
Esperando que me pueda llamar al recibir esta carta, le mando los números de teléfono siguientes:
oficina - 32-7011
fax - 32-7182
casa - 31-0263
Me despido de usted deseándole todo éxito y felicidad,
Atentamente,

Susan Murdock

001-416-372-5483 phone
001-416-372-7095 fax







0lanchito, November the l4th., 1990
Ms
Susan Murdock
0ntario, Canada

Dear Ms Murdock:

It is a pity that I read your letter just a few days after your return to Canada. Tiempo newspaper is a little bit careless about its collaborators' mail, especially with hinterlanders as me.
As soon as I read your letter I phoned Mr Roberto Cáceres at your organization Tegucigalpa office, and he told me you were in Canada now. He gave me your Ontario office phone number but I rather decided to fax this letter via Tegucigalpa because your former office mates seemed to be well informed about your aims with my "Dialogando II to V" chapters, and they would know better how to contact you now.
You have my ample authorization to do whatever you think is best with the translation of my story which was written in such a manner to impress my national readers over the sordid life prostitutes endure. Honest people become enraged about this phenomenon. At first I wanted to denounce the pimp's role and their abuse on the Honduran female youth but so many things have been written against the pimps, the authorities and the prostitutes that people seem indifferent about this underworld that I consider it a futile effort. Instead I decided to show the readers the inner world of a prostitute in a brothel. The standard of living in the brothel of the story is good, but there are some other brothels that their living conditions are worst than a cesspool.
The story is a compilation of numberless stories narrated to me by prostitutes, men, and my own personal experiences in my high-school and university years. In those days, I made friends with quite a few prostitutes who told me their lives with candor and indifferent pain on nights when business was slow. Prostitutes are remarkable persons once you permeate their outer core, which is a mixture of surliness, sullenness, and wariness. And then, you face shy, innocent, and hurt women clobbered by life and with their ambitions and yearnings wholly, destroyed. It is very sad thing indeed.
I live in the city of Olanchito in the department of Yoro, some 40 km as the birds fly from La Ceiba city port. There is some confusion with 0lancho department and 0lanchito Township and city in Yoro department. They are two completely, different locations. I own an orange grove from which, I make my living with my family. On my spare time, I write. Most of it is about my country and its problems. I highlight these topics with a genuine Honduran way of thinking.
I think it will be a very good experience to collaborate with you on these matters which by themselves will never be solved unless people like you dare to pick up the gauntlet and do something about it. Problems seem to require huge amounts of effort, but once one confronts them the efforts are minimal and with so gratifying results.
I would like to know some details of your plans about what you can do in Canada and the U.S. It is not advisable the use of the mail; fax or telephone is a better ways. My telefax number is 504-446-6 100. I will be grateful if you could give me a pair of issues of both Canadian and U.S. publications when you publish your work.

Sincerely,
Marel Medina Bardales
marelmb@gmail.com


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