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martes, 9 de junio de 2009

LAS ÁNIMAS


Las Ánimas

 

Octubre de 1890.

El humo azulado ascendía perezosamente del fogón filtrándose tal sierpe etérea entre las tejas prietas y resecas del techo de la cocina. Las paredes  caleadas y las tejas rojizas alejadas de la estufa, algunas enverdecidas por los hongos que en invierno prosperaban en los desagües húmedos bajo la sombra de dos frondosos aguacates traídas sus semillas en uno de los viajes que hizo don Ernesto cuando llevó a la ciudad de Guatemala la partida de novillos más grandes que se tenga noticia por estos lados. Dos mil novillos vendidos al razonable precio de siete pesos por cabeza.

La cocina era amplia y cuadrada de unas seis varas de lado, sobresalía del cuadrado de la casa; el piso nivelado con ladrillos cocidos daba elegancia a la estancia, ésta era el punto de reunión al momento de la cena y el desayuno; la pieza tenia tres ventanas y tres puertas, los morillos ennegrecidos por el humo del fogón sostenían el techo desde hacia muchas décadas; la madera de mora que breceaba las vigas firmemente tenía todavía el aspecto de haber sido cortada hacía poco por su estética y robustez pero eran tan viejas como la casa; la tradición de cortar las maderas preciosas con buena luna servía para conservarlas por muchas décadas y hasta siglos.

El tocino se curaba al amor del fuego y del humo; allí se mantenía la carne gorda tasajeada y acecinada. Las morcillas, los chorizos y las costillas, al curarse, se guardaban en las enormes porongas con sus bocas bien selladas para evitar el daño de los ratones y las cucarachas; los perniles una vez ahumados y curados eran guardados en la despensa donde doña Juana los mantenía bajo llave y servían para costear los viajes a Tegucigalpa cuando se enviaba la partida mensual con dulce, carne en cecina, chorizos de puro cerdo —condimentados con ajo, especias, chile, sal, vinagre de fruta, primorosamente embutidos en las tripas limpias de los mismos cuches—; queso seco y mantequilla de costal, huevos frescos, manteca de chancho, pealeras de cuero crudo ensebado y sogas de crin de las bestias caballares y mulares con que contaba la hacienda.

Dentro y fuera de las puertas exteriores de la cocina habla cuatro poyos en cada una, dos adentro y dos afuera divididos por la oquedad de las puertas, estos eran largos y cómodos para aceptar dos personas de amplias posaderas.

Los poyos exteriores de la puerta hacia el naciente servían por las tardes para que la cocinera y sus ayudantes desbainaran los frijoles nuevos de la temporada, desgranaran maíz seco para el nixtamal del día siguiente; o destusaran elotes tiernos de las primeras milpas para hervirlos o metatearlos y hacer tamalitos de elote, a veces fritas de maíz tierno, o el aromático y delicioso atole. También, estos poyos, les servían para descansar al atardecer después de sacar el trabajo de la cena mientras molían pinol, especias, o pimienta gorda olorosa para preparar las quesadillas que se horneaban los días de fiesta; al difunto don Ernesto le gustaba tomar café con pimienta en días especiales.

Durante el desayuno, los peones comían sentados en los poyos exteriores, otros próximos a las artesas en taburetes de tres patas o bancas eficientes de madera gruesa. Otros se sentaban por los gruesos dinteles de las ventanas que estaban paralelas a las puertas. E1 desayuno consistía de frijoles brutos frescos, cuajada, media jícara de mantequilla rala y tortillas grandes y delgadas hasta que reventaran de llenos; cada quien recibía su jícara de café o de leche caliente.

El ambiente de la media mañana después del desayuno era lento en la cocina. Las criadas habían sido enviadas a lavar a la quebrada y volverían a la hora del almuerzo. Quedaba en la casa, además de doña Juana, su hija única Marichángel Galo con su magnético y sensual cuerpo de joven virginal en pleno desarrollo pubescente.

La joven, con garbo y entusiasmo se desplazaba de un lugar a otro de la cocina o en algunos quehaceres de la casa, alegremente canturriando las canciones y melodías aprendidas de las reuniones de los peones que en las noches frescas de verano rasgaban la guitarra, el violín o el acordeón, a veces con melancolía, a veces con bulliciosa rima de música de destrojo; mientras ella desde la penumbra del balcón de su ventana, escuchaba con su mente y corazón la letra y la música de la bella tierra entre Olancho y El Paraíso, en el suroriente de Honduras.

La nariz de Marichángel levemente respingona daba un toque de alegría al conjunto de su cara, los ojos oscuros, grandes y juguetones que junto con una boca de labios gordezuelos, en su posición de descanso simulaban un corazón bermejo, húmedo y tentador, hacían irresistible el atractivo del conjunto facial.

Un mozo salió de la quesera y se dirigió a la casona. Entró por la cocina, tocó la puerta de la sala que conectaba a la cocina y esperó.

—¿Qué fue, Chano?—Indagó doña Juana desde el interior de la sala.

—Ya terminé de desmantequillar las canoas dela leche y quebré la cuajada;va a estar para antes del almuerzo— reportó de un solo tirón el mozo, y después agregó como poniendo punto final:

—Usté me dijo que le avisara.

—Si. Ensillá la mula hosca y vos a Satanás, quiero ir donde ñor Jacinto, a la hacienda Los Robledales, para platicar de unas labranzas que quiere vender, por si nos tardamos, dejá a Ramón pendiente de la cuajada.

—Como usté mande, ña Juana— contestó el quesero, girando y dirigiéndose hacia el galerón donde se mantenían las caballerizas, en cuyos tabancos dormía la peonada de plantilla fija. Los peones temporales dormían en el galerón del corral de ordeño más alejado de las construcciones de la casa. Los peones con familia vivían cerca del plantel de la molienda de caña casi a un quilómetro distante.

Las viviendas y construcciones de la hacienda a esa hora estaban desiertas, a lo lejos, en dirección a la quebrada se escuchaban los gritos de los niños que jugaban próximos al lugar donde las mujeres de la hacienda semidesnudas y mostrando sus pechos al aire lavaban junto a las piedras grises de la quebrada de aguas verdeazuladas y arenas blancas; de la cintura hacia abajo los paños ralos mojados delineaban sus caderas; sus nalgas túrgidas subían y bajaban a medida que extendían los brazos de adentro hacia afuera con el movimiento del lavado. El jabón oscuro y redondo era pasado de una a otra lavandera para ir economizando las pelotas negras y fragantes de jabón de tierra.

—Ya están listas las bestias, ña Juana— dijo Chano.

—Ya voy— respondió desde el interior de la casa la voz fuerte y firme de la viuda, que desde que comenzó su estado de soledad había demostrado calidad para seguir la obra de su marido, don Ernesto Galo.

—¡Marichángel!—grito la viuda.

—Si mamá— contestó la voz agradable y dulce de la muchacha.

—Estate pendiente del almuerzo por mientras vienen las muchachas de la quebrada.

—Si mamá— repuso Marichángel mientras en las habitaciones del fondo de la vivienda que desembocaban a un patio interior ésta terminaba de arreglar las camas donde dormían sus cinco hermanos unos mayores y otros menores que ella

—Si viene el señor cura antes de que yo regrese lo atendés. Dale pinol y chocolate con mascadura por mientras está el almuerzo.

—Sí, mamá—salmodió Marichángel.

—¡Chano!— gritó doña Juana.

—Mande, señora— respondió Chano— Estoy listo en cuanto usté ordene.

—Pues,'monós— dijo la viuda saliendo de la casa, asió las riendas de su cabalgadura y sin ayuda montó ágilmente.

La cabalgadura arrancó con un andar bajo, que se convirtió en andar alto por el fustazo en el anca derecha, el suave espuelazo en los ijares y el control de las riendas. Chano, montó en Satanás de un salto sobre la coraza de cuero crudo de venado, Satanás corcoveó al sentir la espuela del caite izquierdo de Chano, pedorreó y meneando la cola con fuertes abanicazos se emparejó, trotando, con la cabalgadura de doña Juana en pocos pasos.

Al cabo de unos minutos los jinetes puericia dos puntitos negros en el camino que rectilíneo seguía a la par de la montaña de las Jagüillas. A la izquierda del camino la montaña, a la derecha el valle que limitaba con el río. El invierno habla sido benigno: Los pastizales se extendían como mar verde aterciopelado confundiéndose en el horizonte con el verde más pálido de los cañales.

La casa quedó relativamente en silencio, excepto por el ladrido de los perros que sesteaban cerca de la quesera a la espera del suero, el bramido de las vacas recién paridas que nerviosas sacrificaban su zacate fresco en el potrero pequeño por vigilar a sus crías o el gañido de los cerdos echados en la porqueriza al cambiar de posición.

Oteando hacia el camino que doña Juana había tomado comenzó a verse un punto negro. Este fue convirtiéndose en la figura de un jinete que a paso trote se acercaba a la hacienda, hasta convertirse en la figura del cura don Nicanor. Un sacerdote joven de cabello rubio y una nariz exageradamente fina y larga, los ojos azules juntos y una boca de labios finos que al sonreír acentuaba los hoyuelos de las mejillas y suavizaba el atrevido mentón; el padre Nicanor, periódicamente visitaba a doña Juana más frecuentemente desde que ésta enviudara hacia tres años.

Las visitas se extendían desde el mediodía hasta la oración, cuando la luz crepuscular cedía a la noche. Entonces partia en su caballo a un buen andar rumbo al pueblo distante un par de leguas.

Los consejos de don Nicanor hablan servido de gran ayuda para las decisiones de doña Juana; que desde que enviudara toda la responsabilidad de las faenas y administración de heredad descansaban sobre sus hombros .

El cura desmontó elegantemente haciendo caso omiso del faldón de su sotana. Amarró la cabalgadura en una argolla de la acera oeste de la casona. Chasqueó amigablemente los dedos para apaciguar a los perros que se acercaron para atacarle; una vez reconocido volvieron diligentes a su lugar a continuar la siesta diaria. El cura se acercó a la cocina y al verla desierta entró por la puerta que conducía hacia la sala.

—¡No hay nadie aquí?—gritó —mientras avanzaba de la sala hacia el patio interior de la casa, sobre los ladrillos sus pasos firmes campanilleaban con las rosetas de sus espuelas de plata; en el centro del cuadrado un patio interior decoraba como un jardín oculto las habitaciones que circundaban el perímetro interior de la vivienda, amplia, cómoda y fresca. El acento español del padre Nicanor tenia toda la pesadez del madrileño. Tomó el pasillo hacia la derecha y recorrió el corredor preguntando cada cierto instante:

—¡Bueno!, ¿es que no hay nadie en casa?

Caminando por el pasillo izquierdo del cuadrado llegó hasta la habitación principal. Titubeó ante su intento. Preguntó nuevamente en voz alta. Se decidió entonces. Abrió la puerta de la recámara de doña Juana. Era la primera vez que él estaba en esta habitación. La estancia era cuadrada, amplia; a la derecha junto a la pared había una cómoda baja con espejo, la cama era ancha, la camera de popelina bordeada con un tejido de fino croché. Dos almohadas largas y altas descansaban sobre la parte inferior del respaldar de caoba, grueso y firme.

A la derecha de la cama dos sillones con asiento y respaldar de cuero y una mesa redonda formaban una salita, en la mesa descansaba un candelabro de cobre de tres velas sobre un tapete de hilo grueso. Próxima a estos muebles una amplia ventana dejaba entrar la luz del día; y a raudales una brisa suave mañanera movía las cortinas de organdí como el saludo de despedida de los amantes cuando uno zarpa en un barco velero y el otro queda en tierra, lleno de tristeza y soledad.

A los pies de la cama descansaba un arcón vetusto y robusto tan ancho como la cama donde la dama guardaba bajo llave documentos, dinero y recuerdos de don Ernesto. Había otra puerta opuesta a la cama que comunicaba con el aposento de Marichángel.

El cura fascinado por la tentación de espiar sin ser espiado se sintió impulsado por saber si la otra habitación estaba sola. Entró. El corazón le dio un vuelco casi mortal; de súbito sintió una opresión en las sienes, la boca seca, un nudo en la garganta y en sus entrañas un remolino de impulsos viriles. Sobre la cama, Marichángel dormía profunda mente en una posición intima y despreocupada. Sus piernas llenas, torneadas, jóvenes y lisas, se mostraban descubiertas de la larga falda que cubría levemente los muslos, éstos bien formados y entreabiertos mostraban sin estorbo la braga de algodón suave y nuevo que cubria el monte misterioso de la chiquilla; un monte siempre misterioso, siempre original, siempre un reto y una promesa nueva para el hombre.

La chiquilla no llevaba sayón. Solo una enagua tenue de algodón que junto con el género de la falda se habla replegado hacia arriba.

—¡Eso es para las viejas fustanudas!— acostumbraba a repetir Marichángel cuando su madre y el aya le reclamaban porque no llevaba toda su ropa interior como toda joven de su edad.

—Es que esos faldones, los corpiños, las sayas, las enaguas además de ser calientes son pesadas,mamá— respondia Marichángel con una sonrisa que desarmaba el gesto más austero que se gastaran el aya y doña Juana.

Nicanor dudó unos instantes en entrar al aposento. Un tren vertiginoso ensordecía su mente con imágenes vividas y raudas de admonición, la moral, la iglesia, el deseo, la oportunidad, los recuerdos de las amigas mal sentadas de su madre cuando llegaban de visita, el pecado, sus entrañas, la ocasión, sus padres, su sacerdocio, las piernas de la muchacha, el futuro, el recuerdo del placer de las masturbaciones juveniles, el diablo, ¿Dios?.

Se aproximó con el corazón desbocado, sintiéndolo como a punto de salirse de su pecho, se sentó suavemente en el extremo donde descansaban las bellas piernas de Marichángel; la visión cercana de los muslos, tiernos, suaves y blancos, cubiertos de un tenue vello cerraron su entendimiento. Las manos de Nicanor, temblorosas y ansiosas luchaban entre tocarlas o alejarse de esa tentación. Colocó su mano sobre el muslo izquierdo, el calor que despedía su diestra hizo que la joven se moviera y cambiara de postura, en el cambio de posición las caderas quedaron hacia donde el cura, quien enardecido por el primer contacto extendió la caricia hacia las caderas y la parte interna de la ingle derecha por encima de la ropa. Marichángel se quejó entre dormida cambiando de posición y quedando sobre sus espaldas. Nicanor ciego y excitado puso su mano con suavidad en el monte venéreo e hizo una leve presión con toda su mano sobre éste.

—¡Qué pasa?—gritó Marichángel despabilándose. —¿Qué hace aquí, señor cura?. ¿Qué quiere?

—¡Calla, chicuela! ¡No grites!, chicuela no, ¡Adorable criatura!—clamó el cura balbuceante y febril al sentir el efluvio íntimo del cuerpo de Marichángel.

—¡Pero, qué le pasa! Sálgase de mi cuarto. ¡Fuera!!!—gritó la muchacha enojada y alarmada ante la embestida de Nicanor.

Este incontrolable hundió su rostro entre las piernas de la muchacha besando sus muslos y el bosque de la pasión, pidiendo clemencia y perdón mientras sus manos acariciaban las piernas juveniles con más intensidad y deseo.

—¡No sea tonto! ¡Déjeme! -gimió Marichángel al notar que Nicanor la tenía a sus anchas.

—¡Déjame amarte mujer de mis sueños— clamó el cura.

—¡No!, ¡No!—se resistía la muchacha contorneándose y extendiendo sus brazos para distanciar el cuerpo del cura.

—¡Por favor!—imploró el cura, al mismo tiempo que levantaba toda la falda femenina hasta arriba dela cintura quedando las piernas y la braga bajo la mirada incendiada de Nicanor, que sin esfuerzo rompió la cinta que apretaba la braga sobre la cintura, comenzó a bajarla hasta descubrir un tupido pero tierno bosque intensamente negro, aterciopelado y suave que coronaba la colina de las pasiones, bajo el vello se apreciaba una piel blanquísima, tierna y subyugante. Nicanor con firmeza introdujo su mano entre las piernas de Marichángel, presionando sobre la fisura del placer y la vida. La boca de Nicanor tapó la de la muchacha posesionándose totalmente de los sentidos de ella, quien con desesperación luchaba por oponerse a lo que imaginó -en sus momentos de auto gratificación al contemplarse desnuda ante el espejo de su cuarto-  sería tierno y placentero y esperanzada mente programó lo que haría algún día con el hombre de sus sueños. El furor fue tornándose en excitación ante el asalto de Nicanor, quien había tomado una mano de la joven, colocándosela sobre su fuerza motriz masculina. La curiosidad, el anhelo y el impulso natural fueron calmando el forcejeo, aceptando su sino, pero inmóvil en protesta e impotencia, como castigo para negarle al cura el placer de disfrutar la posesión efímera pero dulce de una flor.

Nicanor, muerta la resistencia de Marichángel, comenzó a prepararse con toda la ventaja para conquistar un monte para él prohibido. Su impaciencia e inexperiencia precipitó el desenlace de la acción. Frustración, placer truncado y dolor en Marichángel; remordimiento en medio de una agradable placidez, dolor moral al concluir la pasión breve y tan común, vana y estéril una vez saciada.

—Perdóname, tesorito— gimió implorante Nicanor mirando el rostro de la muchacha— merezco tu desprecio, tu rencor... tu odio.

La muchacha no contestó ni respondió a la mirada del cura. Se cubrió con sus ropas, giro sobre su cuerpo viendo hacia la pared y dándole la espalda a Nicanor. Este salió de la estancia sin producir ruido, llegó a la cocina a sentarse en uno de los poyos interiores del aposento a calmar su cuerpo todavía estremecido y a considerar la magnitud de su acción.

 

 

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